El Juicio y Ejecución de Los Templarios
En el juicio y ejecución en la hoguera de los Templarios, desde el principio del proceso, sólo se les achacaba su orgullo, vicio censurado por los pontífices romanos que en la persona de Nicolás IV quiso unirlos a los Hospitalarios «para moderar su soberbia». Felipe IV se aprovechó de esta decantada actitud y pidió al Papado que los humillara, diciéndole que no convenía al pontificado una Orden sin control, por su excesivo poder y el peligro de una rebelión.
Quién mejor ayudó al monarca fue Esquino Floriano, delincuente habitual que decía haber sido confidente de un templario en las mazmorras de Tolosa y que se proclamaba conocedor de los vicios de la Orden. Otros dicen que era un templario expulsado, sin que hayan trascendido los motivos. El caso es que el rey acogió con agrado aquel costal de infundios que, vertidos en los dóciles oídos de Clemente V, consiguieron que ordenase una inquisición contra los Caballeros del Temple.
Floriano aseguraba que al ingresar en la Orden sus miembros renegaban del Salvador, pisoteando y escupiendo la cruz. Que en compensación de su celibato se les permitía la sodomía, pecado que los maestres absolvían. Que adoraban ídolos y que sus sacerdotes omitían intencionadamente en la misa las palabras de la consagración, etc.
Los intentos del francés comenzaron en Lyon, en 1305, con motivo de la coronación del arzobispo de Burdeos, Beltrán de Got, que pasaría a llamarse Clemente V. El nuevo Papa no dio importancia al asunto, preocupado por el problema de Palestina, ocupada por los árabes, para cuya solución necesitaba de los Templarios. En 1307, Jacobo de Molay, último maestre del Temple, secundando los deseos papales de Cruzada, llegó a Francia para reclutar tropas y abastecerse de vituallas.
A su paso por el país escuchó las calumnias propagadas contra su Orden y acudió ante el Papa solicitando un examen formal para comprobar la falsedad de tan burdas calumnias. Accedió Clemente V a sus deseos y así se lo comunicó al monarca francés por carta del 24 de agosto de 1307. Felipe IV, dispuesto a apoderarse de los bienes del Temple, y aconsejado por su ministro Guillermo de Nogaret, decidió adelantarse. El 12 de octubre de 1307, a la salida de los funerales de la condesa de Valois, el maestre Molay y su séquito fueron arrestados y encarcelados, lo mismo que todos los Templarios franceses, y confiscados sus bienes bajo pretexto de la Inquisición.
Para mitigar el escándalo y consternación que produjo el hecho, el Rey publicó un manifiesto redactado por Nogaret en el que se recogían todas las injurias, ignominias y abominaciones imaginables contra la Orden, involucrando al Papa en el acto. Cuando éste se enteró de la detención y del proceso, reprendió al monarca y envió dos cardenales, Berenguer de Frédol y Esteban de Suisy, para reclamar las personas y bienes de los encausados. Los purpurados, que debían sus cargos al monarca francés, consiguieron convencer a Clemente V de la buena fe real y enconar su ánimo contra los procesados.
Felipe IV consiguió la facultad de juzgar a los miembros franceses de la Orden del Temple y administrar sus bienes. Por medio de la tortura, la Inquisición obtuvo las declaraciones que deseaba, pero estas confesiones fueron revocadas por los acusados en la hora de su muerte en el suplicio, lo cual echa por tierra su probatoriedad.
Sin embargo, las confesiones obtenidas convencieron al venal Clemente V, quién ordenó un proceso en todo el mundo. Sin embargo, se alzaron tantas voces de protesta, que el pontífice, por la bula Faciens misericordiam, del 12 de agosto de 1308, mandó formar comisiones diocesanas en toda la Cristiandad presididas por el obispo, dos canónigos y dos parejas de dominicos y franciscanos, para escuchar a los Templarios que desearan defender su Orden.
Las comparecencias debían dar comienzo el 12 de abril de 1309, en París, aunque tardaron varios meses en comenzar, hasta el 22 de noviembre de ese mismo año. La ausencia de torturas y un encarcelamiento más propio de religiosos, provocó que una tras otra todas las acusaciones fueran desmentidas por los caballeros sometidos a interrogatorio, pues las retracciones nacían de la reflexión y no del miedo, lo que comenzó a poner a las gentes a su favor. Pero Felipe IV y sus compinches no podían permitir esa situación, por eso recurrieron a todas sus influencias, para que se organizase con la mayor urgencia un concilio ecuménico de Sens. Lo consiguieron en cinco meses, y fue anunciado por el Papa en la bula Regnan in coelis, la celebración de un concilio en Sens, donde se trataría el problema de los Templarios.
Se inició en Abril de 1310, pero días más tarde empezaron a ser llevados a la hoguera cincuenta y cuatro templarios en las proximidades del convento de Saint-Antoine, por orden del monarca de Francia. Los inocentes fueron llevados a la muerte más atroz sobre unas pilas de leños, elegidos para que ardieran lentamente. De esta forma el suplicio resultó más inhumano. Testigos de este crimen múltiple dejaron escrito que las víctimas murieron proclamando su inocencia, reconociendo la injusticia que se cometía con su Orden y, por último, se pusieron en manos de Dios.
Además, siguieron quemándose a templarios por distintos puntos de Francia, sin esperar a que se dictaran sentencias definitivas. Unas veces eran los obispos los que firmaban las órdenes, y otras el inquisidor general Guillermo de París, fiel servidor de Felipe el Hermoso. ¿Por qué se dejaron apresar los miembros de la más formidable fuerza militar del mundo occidental? Una de las razones fue sin duda la avanzada edad de la mayoría de los Templarios que vivían en Francia. Después de servir un tiempo en Oriente, muchos habían regresado a Europa para ocupar puestos en la administración.
Los caballeros más jóvenes habían sido enviados a Chipre, y en 1307, más del setenta por ciento de la fuerza templaria había sido reclutada en los últimos siete años. En Chipre se preparaban para la acción militar: habían peleado con los sarracenos por Tortosa y esperaban una invasión de la isla por parte de los mamelucos.
En el Concilio de Vienne, entre el 16 de octubre de 1311, y el 3 de abril de 1312 el Papa anunció la supresión del Temple. Los teólogos del concilio eran casi todos franciscanos y dominicos, y ambas órdenes se distinguían por su animosidad y envidia contra los acusados. Antes, los secuaces del rey francés habían recurrido de nuevo a las torturas y nuevamente afloraron las confesiones de adoración demoníaca, prácticas sodomitas y de otros pecados demenciales.
La pantomima se había preparado meticulosamente, con ensayo previo incluido y no parecía que nada pudiera fallar a la hora de llevarse a cabo ante el público. Sin embargo, los primeros acusados que se presentaron ante el tribunal defendieron al Temple y amenazaron con poseer un ejército de dos mil Templarios escondido y listo para liberarles, pero ningún ataque se produjo, y por ello los siguientes meses, como nadie se ponía de acuerdo para escoger a los defensores de los Templarios (Jacobo de Molay renunció a ello por ser analfabeto) se parecieron más al teatro que deseaban los detractores de la Orden. A puerta cerrada, los «actores» representaban los papeles que se les habían asignado, sin despertar ninguna emoción. La bula de supresión, Vox in excelso, se firmó el 22 de marzo y se leyó el 3 de abril públicamente.
Por la bula Ad providam, el 2 de mayo de 1312, Clemente V otorgó los bienes de la extinta orden a los caballeros de San Juan de Jerusalén, es decir los Hospitalarios, pero no pudo evitar la depredación por parte de Felipe el Hermoso, quien no sólo no devolvió el dinero que debía al Temple, alegando que cánones prohibían pagar deudas a los herejes, sino que se presentó cínicamente como acreedor de grandes sumas, por lo que los Sanjuanistas hubieron de entregarle 200.000 libras tornesas. El día 6 de ese mes, el Papa dictó bulas para que los «reconciliados y arrepentidos» serían confinados en monasterios y condenados a cadena perpetua. A los cuatro máximos dirigentes del Temple se les reservaba otro juicio más severo, que se celebró el 18 de marzo de 1314.
En esa fecha, fueron colocados Jacobo de Molay (maestre) Godofredo de Charney (maestre en Normandía), Hugo de Peraud (visitador de Francia) y Godofredo de Goneville (maestre de Aquitania) encima de un patíbulo alzado delante de Notre-Dame, donde se les comunicó la pena de cadena perpetua. Pero cuando estaba dando comienzo la ceremonia, y mientras los delegados pontificios leían los crímenes y herejías, los máximos representantes de la Orden, los cuales ya llevaban siete años en prisión, se adelantaron para dirigirse abiertamente a las gentes de París, y fue Jacobo de Molay el que exclamó: «¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas!»
Así habló el último maestre del Temple, con voz alta y firme, ante los cardenales, frente a los representantes del rey y delante de las gentes. Los «arrepentidos» habían dado un vuelco total a la situación. Todo París no hablaba de otra cosa y se había provocado un escándalo que no podía ser tolerado. Incluso se temió el estallido de un motín.
Aquel mismo día, con la puesta de sol, se alzó una enorme pira en un islote del Sena, denominado Isla de los Judíos, donde los cuatro dirigentes fueron llevados a la hoguera. Según se cuenta, antes de ser consumido por las llamas, Jacobo de Molay convocó al Rey y al Papa ante el tribunal de Dios para antes de que transcurriera un año, con las palabras «Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad».
Casualidad o no, la verdad es que antes de un año, tal y como aseguró el maestre templario antes de morir, fallecieron tanto Felipe IV como Clemente V. El primero que falleció fue el Papa, a los 37 días. Ya estaba enfermo, pero una noche fue presa de «un dolor insufrible que le mordía el vientre». Sus galenos comunicaron que había muerto «a merced de unos horribles sufrimientos».
El rey francés murió el 29 de noviembre, al chocar con la rama de un árbol mientras montaba a caballo por el bosque de Fontainebleau. El golpe fue tan grave que el monarca pereció de una parálisis general, con gran padecimiento hasta su minuto final.
¿Se había cumplido la amenaza del Maestre De Molay?
Lo cierto es que, de esta forma, los Templarios salieron de la Historia y entraron en la Leyenda.
+++Nada para nosotros Señor, nada para nosotros, sino a Tu nombre sea dada la Gloria+++